El mundo atraviesa un pico abundancia de dinero. La liquidez es evidente por lo menos hasta ahora, y está explicada por políticas monetarias y fiscales expansivas de Estados que estuvieron dispuestos a sacrificar la salud de sus cuentas públicas y comerciales, con tal de sostener el crecimiento de la demanda agregada y recuperar el terreno perdido por efecto de la pandemia.
En 2020 la liquidez global aumentó por cuarto año consecutivo a tasas crecientes, expandiéndose un 5,7% en el último año. Se configuró un escenario internacional interesante para que tanto Estados de países emergentes como actores privados puedan aprovechar un financiamiento copioso y barato, para capear las dificultades sanitarias, apuntalar la recuperación y sentar las bases parar un crecimiento robusto.
El crédito abundante encontró a la Argentina como casi siempre desde 2001, cuando se derrumbó por inconsistente la convertibilidad del Peso: fuera del mercado internacional de créditos.
Es cierto que las variables macroeconómicas globales beneficiaron a la Argentina vía el aumento del precio de los alimentos, proveyéndole dólares extras y alivio fiscal. Pero la comercial es solo una vía por medio de la cual se pueden capturar los beneficios circunstanciales del contexto. Probablemente la Argentina termine de transitar unos de los períodos recientes de mayor liquidez internacional sin solucionar su carácter de incumplidor serial en el concierto financiero internacional. Y esto se aprecia en el riesgo país, medida instantánea del nivel de confiabilidad sobre una economía, que fue en el caso argentino a lo largo del tiempo persistentemente más alto que el resto del mundo y de América Latina.
Más aún, hoy se profundiza la idea de que la Argentina es un «outlier». La calificación de «inclasificable» que le hace el MSCI (Morgan Stanley Capital International) a la Argentina no es más que una muestra, más explícita y cruel que lo acostumbrado, de la consideración que tienen sobre el país y sus empresas las fuentes de financiamiento globales.
La Argentina con la estampilla de «stand alone», brinda una descripción del lugar que ocupa en la economía global, es una excepción en un mundo que en general crece y que busca financiar genuinamente ese crecimiento.
Las leves presiones inflacionarias están aflorando en el mundo desarrollado y se están apreciando indicios de fuerte recuperación del nivel de actividad. En la medida que eso se consolide, la etapa de abundancia de dinero, bajas tasas de interés y altos precios relativos de los commodities, será cuestión del pasado. La Argentina no aprovechó el contexto. Se recuperará más lento que casi todos los países del mundo. La post-pandemia encontrará a la Argentina más chica y más pobre, y más lejos aún del promedio mundial.
¿Qué debe hacer la Argentina para potenciarse y aprovechar nuevas oportunidades?
Para abordar esta cuestión se puede tomar como ejemplo a la inflación, tan sólo uno de los inconvenientes que azota a la sociedad argentina, pero quizás el más evidente, la muestra clara y precisa de que la Argentina no aborda con decisión sus problemas y por lo tanto no encuentra soluciones.
La inflación es una enfermedad de larga data que tuvo su pausa a principios de los 90 sólo para tomar nuevo impulso. Es un problema que sufrían infinidad de países importantes hace 40 años y casi todos lo enfrentaron y lo solucionaron. Hoy menos de una decena de países en el mundo han promediado una tasa de inflación anual superior al 20% durante la última década, entre los que están Venezuela, Irán, Siria y la Argentina.
La inflación es un ejemplo potente porque afecta a la distribución del ingreso y a la pobreza, altera negativamente las decisiones de inversión, exacerba la volatilidad macroeconómica y siempre genera el espacio para engendrar una nueva crisis. Es un analgésico letal, porque permite disimular falencias y desequilibrios, eludir soluciones de fondo y convivir eternamente con problemas estructurales. Es un síntoma que emerge de los desequilibrios macroeconómicos (esencialmente monetarios y fiscales), y pretender encontrarle recurrentemente soluciones a partir de controles de precios y de un Estado gendarme, no es ni más ni menos que eludir el problema, un síntoma de procrastinación, la postergación indefinida de acciones que indefectiblemente hay que tomar y situaciones que necesariamente hay atender, reemplazándolas por gestiones irrelevantes, más fáciles y menos comprometedoras.
La Argentina toma el rol de un adolescente que aplaza una labor u obligación desconociendo que el precio a pagar terminará siendo mayor en el futuro.
La existencia de una inflación alta y persistente es una muestra evidente de la falta de coraje de la dirigencia (y de su sociedad) para enfrentar sus dificultades, porque es un problema evidente, potente y dramático. Y porque es una situación compleja que la amplísima mayoría de los países del mundo afrontaron y arreglaron, y la Argentina es la excepción.
La Argentina debe construir un liderazgo y consensos necesarios para solucionar sus problemas estructurales, evitando la procrastinación, el «jueguito para la tribuna». De una vez por todas, entre toda la dirigencia debe consensuarse una agenda que priorice la maduración de los ciclos económicos frente a los tiempos electorales, el rédito duradero y social antes que el inmediato y personal, el largo plazo frente al corto plazo.
En momentos en los cuales el país se adentra en un proceso electoral, los dirigentes deberían co-crear espacios y agendas comunes con soluciones concretas para los problemas estructurales, evitando dogmatismos, discusiones inconducentes y políticas del tipo placebo.
El país necesita rediseñarse para explotar sus cualidades y estar listo para aprovechar las nuevas oportunidades, que siempre están y hay que acompañarlas para que emerjan.
CRONISTA COMERCIAL jun-21: Por qué la Argentina perdió una nueva oportunidad para crecer